jueves, diciembre 29, 2005

El anciano Rey



“No te sientes en el sillón rojo, ese es el mío” dijo el príncipe. Lo dijo en voz queda, casi de reojo, a su hermano, que aún buscando víctimas vivas en a su alrededor, blandía la espada ensangrentada, apunto de sentarse de cansado que llevaba su brazo. El hermano menor del príncipe quizá era el único que no temblaba cuando el príncipe a él se dedicaba en palabra; se les tenía como fieros combatientes, y lo eran y de ello era testigo el que está en lo Alto. Se les temía a ellos y a sus fieles soldados, pues masacraban ahí donde iban, ciegos y sordos al penar ajeno, destructivos en sus quehaceres y metas. Cualquier alma se apartaba de su camino, y pocos tenían la suerte de ser vistos por el príncipe y vivir para contarlo. Así, cuando el soldado escuchó al príncipe dedicarse en aviso a su hermano, temió este que el menor saliese airado del asunto y siguiera en su afán de sentar las posaderas donde antes lo façía el rey caído de aquella comarca vieja.
El sitio a la villa había comenzado como lo hacen los fuegos en los montes, en noches de viento; llegó antes que la llama destructiva. Para cuando los príncipes y soldados llegaron, la villa ya había sido avisada de antemano. Desde las torres se divisaba la polvareda de sus rocines y la destrucción de otros pueblos e villas llegaba en forma de triste noticia y ya antes de que llegaran, el pueblo ardía en miedo y terror. Para cuando la armada paró sus pasos delante del muro de protección de la villa sus habitantes habían huido, corrido todos hacia la costa y sólo los valientes y los locos quedaron para defenderla.
Fueron tres semanas de sitio. Los soldados lograban aquí y allá capturar en los montes a algunos prisioneros, a los cuales hacían sufrir en gran medida, a la vista de los sitiados. Algunos fueron decapitados delante de la muralla y sus cabezas lanzadas dentro del recinto por ondaneros ágiles con cuerdas de esparto.
El pequeño reyezuelo, que no había huido poco podía facer. Seguro desde lo alto del muro veía sus campos quemados y esquilmados. Las grandes huertas saqueadas., los arroyos envenenados, sin perder de vista las figuras altivas de los príncipes saqueadores, que se mostraban burlones ante el rey. Este les veía fuertes, jóvenes y seguramente imparables. No veía salida a la situación y mandó vaciar la villa de sus pobladores para que embarcaran seguros a otro sitio de la costa. Su última orden fue que todo el mundo se marchara y así lo hicieron, por una salida secreta y segura.
Viejo, solo y sin ninguna esperanza, el reyezuelo, a eso del amanecer, dejó silenciosamente la puerta de la villa entreabierta. Esperó a que el sol se levantara y recorriendo tranquilo su pequeño reino de veinte casas se dirigió hacia donde estaba el salón donde él y sus predecesores reinaron y ordenaron. Ahí, espada en mano, esperó a los invasores.
El príncipe, aunque soldado, sabio era, y supo de antes que el reyezuelo había dejado las puertas abiertas. Supo enseguida que estaba sólo pues ningún rey expondría a su pueblo al sufrimiento voluntariamente o sin lucha alguna. Supo frenar la sed de sus soldados y no dejó pasar de la puerta a ninguno. Recorrió la villa abandonada, buscando aquel edificio que fuera digno de un rey. Al llegar a la dependencia encontró al anciano, sentado en su humilde trono, espada en mano y se sorprendió de su tranquilidad. Sin entrar totalmente a la dependencia se miraron. El rey llevaba toda una vida de reino, y el príncipe asolaba toda vida para reinar. Aunque ambos eran enemigos, algo les unía, eso vio el príncipe en el rey y este en el príncipe.
_ Façed lo que Dios os pide.
_ A Dios sólo respondo con mis actos.
El rey, en principio, esquivó el primer ataque. El segundo le entró por un costado. Sólo cuando que el príncipe acabó de estocar, el sol de la mañana apareció por entre las ventanas del aposento y pudo ver cual anciano era el rey. Su trono, revestido de tela blanca, se tiñó de sangre. El príncipe no se sintió vencedor de nada. Fue la primera vez que mató sin sentir el honor de hacerlo. Todas sus victimas habían sido plebeyas, de edades jóvenes, potencialmente peligrosas; el reyezuelo tenía la edad de su abuelo y no vio ninguna gloria en matarlo. De todas formas, era soldado antes de nada y debía de conquistar. Cuando entró su hermano en la habitación, este, de jovialidad imparable quiso apartar el cuerpo del muerto y ocupar su lugar y lanzar al aire una frase divertida. Pero el príncipe estaba triste, a pesar de la victoria y no le dejó sentarse.

Fin.
Por cortesía de : Gideon Richardson.

1 comentario:

d dijo...

A veces hacemos cosas necesarias pero que no nos llenan de orgullo, ¿verdad?.