Subido a un árbol hacía el pino, desde esa perspectiva veía las cosas diferentes y a mí me encanta eso de ver las cosas distintas, se trataba del mundo al revés, este mundo tenía el tejado en el suelo y en el cielo el resto de la casa, mi madre tenía los pies en el cielo, que era el suelo, pero que éste a su vez estaba donde estaba el cielo, la ropa que estaba tendida en la puerta de la casa tenía las pinzas en el suelo que era el cielo y la ropa estaba mirando al lado contrario, total, un lío. Estuve así once minutos y treinta y seis segundos, aunque puede parecer poco rato si lo que estás haciendo es jugando con los amigos, si te escapas de casa y te vas a bañarte a las balsas, si estás intentando cazar pájaros, cenando o esperando que tu madre haga patatas fritas, bueno en este último caso también pasa el tiempo muy despacio. Pero si lo que estás haciendo es el pino encima de un árbol, es todo un record, yo nunca había estado más de seis minutos y cuarenta y seis segundos que fue la última vez que lo intenté, así que esto para mí era una gran hazaña, claro que “gran hazaña” lo que se dice “ gran hazaña” fue cuando aparecí en el suelo, que ya no estaba en el cielo, sino donde siempre había estado, de golpe y porrazo y nunca mejor dicho porque el golpe que me di fue tal, que me tuvieron que llevar a urgencias de urgencia, -Jesusico! Tás matao!- escuché decir a mi madre, me rompí un brazo, menos mal que fue el izquierdo, porque yo soy diestro, y si me hubiera roto el derecho hubiera sido una catástrofe aún peor, porque estar cuarenta y un días sin poder hacer nada hubiera sido imposible en mí, que no puedo estar parado más de dos minutos seguidos. La última vez que estuve enfermo pensé que me iba a morir todo el día panza arriba en la cama, que horror sin poder hacer nada y todo el mundo tratándome como tal, la “tatica” venía a visitarme y me daba pellizcos en la cara, no me quiero ni acordar, lo único bueno era que mi madre me preparaba el postre que más me gusta que es tarta de helado de chocolate con trufas, bueno esto último creo que lo soñé por la fiebre y eso. En fin, ahora solo pienso en curarme porque ya estoy pensando otra vez en cómo hacer el pino subido en un árbol y con la mano izquierda.
Fin.
Virginia Fernández.
martes, enero 31, 2006
Subido a un árbol hacía el pino.
Ha renacido una estrella.
Subido a un árbol hacía el pino. Era lo último. Había gritado “ Si no hay estrella yo lo seré!”. Así era Matías, nuestro tío Matías. Había crecido en Boston, después de que sus padres abandonaran el pueblo en la década de los cincuenta. Se establecieron tempranamente en Boston, por ser una ciudad llena de fábricas, donde el abuelo podía encontrar trabajo fácilmente. Matías, que siempre fue artista, se inclinó tempranamente hacia el mundo del espectáculo. Era un payaso. De pequeños, cuando venían brevemente al país, su visita nos llenaba de alegrías. Al ser mayor cuidaba de nosotros y hacíamos excursiones y mil cosas. Siempre tuvo nuestro aprecio. Y nosotros el suyo, se le veía en la cara. Por la noche, en nuestra casa en el campo, alrededor del fuego se inventaba historias fantásticas sobre Boston y América en general. Nos pintó un mundo industrializado donde los sueños salían de las chimeneas industriales y flotaban en el aire para quienes los quisiera coger. Ahí sobraban los sueños, nos decía, y cualquiera puede cumplir el suyo, si lo agarra bien y no se le lleva a uno volando. Cuando murió aquel anciano no venerable, que tenía el país como si fuera su patio trasero, se celebró con una nueva visita de la familia. Aunque yo entonces no entendía mucho, si veía una felicidad general en todos los adultos. Se abrazaban, brindaban, recordaban a gente, con sus nombres, que había caído y que era una lástima que no pudieran estar ahí, cosa que me desconcertó, pues el que sea cae se le ayuda a levantarse, me enseñaron y no se le deja por ahí tirado. Fue entonces cuando Matías nos dijo que iba a hacer su primera película, como actor, nada más ni nada menos que en Hollywood. Fueron años dulces. La familia de América nos enviaba dinero casi cada mes, lo cual ayudaba mucho en la economía casera. Nunca nos faltó de nada. Cuando crecí, siempre influenciado por Matías y sus sueños voladores, sentí la terrible necesidad de hacer algo en el cine. Mi apellido me ayudaba, por qué negarlo, pero en España era otra cosa. Sólo la gente internacional de la industria cinematográfica me asociaba con mi primo, y eso en el fondo era bueno. Empecé humildemente. Sin apenas recursos, con un apellido semi-conocido. El éxito tocó a mi puerta. Tenía bien agarrado mi sueño. El dinero comenzó a entrar a raudales. Las mujeres las acabé llamando “carpinteras” por tocar todo el día mi puerta. El trabajo era mucho, y el tiempo se volvió corto. Cuando la carrera de Matías tocó fondo España ya era libre desde hacía tiempo. Se acercó al país, algo confuso, pues su éxito pasado agradó a la televisión española, y lo contrataron, quizá algo engañadamente. Realmente su carrera cayó en picado en América por sus excesos. Mujeres, dinero, drogas…no tardaron en llevarle por el camino equivocado, aquel por el que yo no pasé. Fui a verle a Madrid. Ni tan siquiera había llamado a su familia española. Tanto había cambiado. No era más que la sombra de lo que fue, pero al verme algo antiguo y genuino volvió a despertar en él. No tardó ni tres días en romper su contrato delante de los productores y nos volvimos aquí, a la paz indestructible del pueblo y nuestra casa de campo. Ahí recordó, antes de pasarse tres días encerrado para purificarse dijo, a sus padres y a los míos. Anduvimos los caminos antes recorridos, donde la risa y el jolgorio nunca paraba. Pocos meses después llegó la Navidad. Ese año se reunió toda la familia, la que quedaba, y resultó ser bastante numerosa. Llegaron de Boston, de Los Ángeles, de Burgos y hasta de Teruel. Fue toda una sorpresa. Algún familiar de locura similar a la de Matías se ocupó de todo y pudo reunirnos a todos. La casa, llena de niños, de tíos, de abuelos, rebosaba en felicidad y nunca vi a Matías tan completo y lleno de turrón. Cuando alguien insinuó que el pino tenía de todos lo adornos navideños menos la estrella no tardó mucho en lanzarse al jardín, y delante de todos, y una vez ahí, encima del árbol, mientras hacía el pino dijo feliz: “De nuevo, soy una estrella”. Por cortesía de Gideon Richardson. |
jueves, enero 26, 2006
Para: Zogo, a good man.
Cuento: El tirano que tenía miedo al compromiso - Perdón,- dijo el tirano, cuando dejó de ser tirano para convertirse en persona. Esto había tardado en llegar, pero llegó, como la lluvia, como el sol, como todo en la vida. Parecía estar escuchando a su enemigo cuando dijo: “Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”. Él se convirtió en persona gracias a ella. Sí a esa niña que sobrevivió a la barbarie sin que nadie reparara, entre fuego y escombros, a ese ser indefenso que lo miraba con sus ojos suplicantes mientras él levantaba la espada para darle fin, por un momento recapacitó y vio en ella algo que no había logrado ver en tanta desolación que dejó a su paso, tantas vidas sesgadas para nada, tanto secuestro y sin razón. La llevó a su castillo, arropó, alimentó y cuidó. Aunque nunca dejó de ser egoísta, que más que egoísmo era miedo al compromiso, pero esto ante los demás le hacía parecer un ser sombrío y solitario. Al cabo de los años, en una noche de luna llena, cuando todo estaba ya olvidado, se encontraba en sus aposentos cuando oyó un grito desgarrado en la noche, sintió frío y miedo, como todos los que habían sufrido su afán de conquista y poder. La niña apareció a sus ojos, pero no era ya una niña, sino una mujer, su larga cabellera pelirroja, contrastaba con su palidez y vestidos negros, la hacían parecer sacada de un cuento de hadas. - Padre, le dijo.- tengo que decirle algo, la persona a la que usted cuidó y crió como a una hija, no es un ser natural, soy una bruja de la lluvia, y debo ir con los de mi especie, pero debo llevarlo conmigo, porque debe guiarme en mi camino, necesito a alguien que haya cruzado alguna vez el Pantano de Fuego. El tirano que ya no era tal, dejó caer su taza al suelo y empezó a temblar. No entendía muy bien lo que la muchacha quería decir, pero comprendió que tenía que empezar a hacer algo en la vida por los demás, comprometerse en algo, y no correr de un lado a otro, sin rumbo ni camino, aunque esto sólo fuera ser guía de su hija, que había resultado ser una bruja pelirroja y pecosa, llena de encanto, claro. Por ella había dejado de ser un tirano, por ella había pedido perdón una vez en la vida. Fin. Virginia Fernández. |
El templo del tirano.
_ Perdón- dijo el tirano- no puedo ser más que lo que soy. No puedo dar aquello que quiero vilmente. No puedo tomar aquello que me ofrecen, si no tomarlo porque quiero. Así si. Anulando. Tomando lo que mi dios a predispuesto para mi. _ Pero no lo comprendemos- dijeron los campesinos. Y así era. Llevaba el religioso instigando a la población nada menos que siete años para que la construcción del templo siguiera su curso. Un curso inventado por él, por supuesto. Anunciaba éste verdaderas catástrofes para los nativos, enfermedades, hambrunas y climatologías adversas que arrasarían con todo si el proyecto no llegaba a su fin. Tanio, joven lugareño, trabajador arduo como los demás vio pronto que el sacerdote no respondía por el bien del pueblo, si no a los de su dios inventado. Por ello, el creyente obtuso mandó, bajo amenazas celestiales, construir el templo en lo que Tanio consideró el lugar más provocador, en lo más alto de al montaña. Aquella parte del monte era visible desde el mar. Ahí donde estaban construidas las casas de los campesinos no. Por eso habían elegido la falda de la montaña, que apuntaba hacia el norte, parte que no se divisaba desde el mar. Y fue así durante siglos. Pero eran tiempos en que el tiempo aún no se medía, eran tiempos tan antiguos que aún no había nacido una religión concreta. Cuando al poblado llegó aquel hombre vestido de pieles desconocidas, collares inverosímiles, apoyado sobre un gran bastón, la gente no supo qué pensar. Éste vio en su sorpresa su principal herramienta; saludó cortésmente ahí donde iba y poco a poco fue ganando la confianza de algunos, que como quiso, manipuló. En poco tiempo creó creyentes, basándose siempre en el miedo que sus palabras causaban. Poco después creó discrepancias entre los pobladores y lo demás fue esperar. Para cuando pusieron la primera piedra, en la zona prohibida, Tanio tuvo la certeza que aquello sólo traería desgracias. Discutió ferozmente con el sacerdote, pero éste, protegido por los ya muy creyentes, no se inmutó; su dios inventado exigía un templo, cuanto más alto mejor, para que se pudieran comunicar adecuadamente. Y como en toda política, fuera de estado, de economía o religioso, la cosa fue imparable. A aquellos que gritaron más se les calló, en nombre de la creencia. A aquellos que destruían lo construido se les cortaban las manos, hasta que la violencia se convirtió en el único lenguaje. El día final, en que la luna prometía ser llena aquella noche, llegó. Al igual que los feroces corsarios, de crueldad legendaria, después de divisar, cual faro en alta mar, el templo. Corría pues la noticia en todo el mediterráneo que un modesto pueblo se había enriquecido de tal forma, sin saber bien cómo, que erigieron un templo en lo alto de un monte, lleno de tesoros inimaginables. A pesar de que el poblado se encontraba a dos kilómetros del litoral esto no impidió que su avance fuera rápido. Los corsarios arrasaron primero el poblado y sus alrededores. Los campesinos habían huido hacia las montañas y ahí no se les pudo dar caza, pero el sacerdote y sus acólitos presentaron una patética lucha que de nada les sirvió. Corrió la sangre, las cabezas, la vida. No sé supo cómo el sacerdote había salvado la vida. Los piratas se quedaron tres días con sus tres noches, y al acabar su agresión volvieron a sus naves y siguieron rumbo hacia otros poblados del litoral. Cuando los supervivientes volvieron al pueblo se encontraron con la desolación y los cuerpos muertos de aquellos quienes creían en un dios inventado. El sacerdote, siempre cobarde, había utilizado un escondite secreto cuya factura nadie conocía. Había salvado la vida mientras los creyentes daban la vida inútilmente, algo que en la historia se repetiría hasta la saciedad. El sacerdote se presentó, cubierto de sangre ante el pueblo superviviente. _ Perdón.- dijo el tirano.- no puedo ser más que lo que soy. No puedo dar aquello que quiero vilmente. No puedo tomar aquello que me ofrecen, si no tomarlo porque quiero. Así si. Anulando. Tomando lo que mi dios a predispuesto para mi. _ Pero no lo comprendemos- dijeron los campesinos. Entre los asistentes apareció Tanio, con la espada de un corsario muerto. Atravesó al sacerdote, partiéndole el corazón en dos. Y espada en lo alto, goteante, gritó: _ Nunca más creeremos en aquello que no vemos!. El pueblo celebró este acontecimiento y en varios siglos jamás subió a lo alto de la montaña, por miedo a ser vistos, quizá por los corsarios, quizá por un dios colérico y desengañado. The End. Por cortesía de Gideon Richardson. |
lunes, enero 23, 2006
Eric
El muchacho se había dado un buen golpe en la cabeza. Casi mortal. Lo olvidó todo. Olvidó el golpe, el lugar donde estaba, hasta quien era. ¿Qué somos? Me preguntaba yo al mirarle; memoria acumulada, nada más, nunca lo olvides. Pero vi que me miraba y quería decirme algo, sus ojos perdidos miraban sin rumbo, pero brillaban de una manera especial, diferente, me recordaban a alguien, pero ¿A quién?, yo también estaba allí porque tampoco recordaba la cosas, éramos diferentes de los demás por eso nos encontrábamos en aquel lugar, que tampoco estaba tan mal, la verdad, era como una especie de casa-granja en el campo, allí trabajábamos todos los días, cultivábamos lo que comíamos y teníamos como una especie de apartamentos que compartíamos con los cuidadores, que eran personas muy simpáticas que también alguna vez en su vida habían estado allí internadas y que se habían recuperado y habían preferido quedarse allí, con la excusa de hacer un bien a los demás, pero que realmente era porque no sabrían encontrarse otra vez con el mundo exterior. Salir al mundo era la última etapa de la curación como la llamaban, aunque realmente no creo que tuviéramos que curarnos de nada, porque fuera yo conocía a infinidad de personas como nosotros. Yo llevaba ya un año cuando él entró. En fin, que así fue como lo conocí, se llamaba Eric, me enamoré al instante de él. Sus ojos verdes me hacían olvidarme de que existiera nada más, sabía tocar el saxofón, y todas las noches tocaba como un ángel para mí, esto era en secreto porque él no sabía que yo lo observaba desde el salón, solía tocar a partir de las doce todas las noches. Él estaba en mi mismo apartamento, éramos dos chicas y él, además de la cuidadora en este caso. Nunca hablaba con los demás, daba largos paseos por el campo y alrededores de la finca. Un día lo sorprendí en el sendero que hay detrás de la casa. Intenté decirle algo, Eric, se asustó y empezó a correr, salí detrás de él, tropezó en unas piedras y se cayó, cuando logré alcanzarlo estaba llorando, me abrazó y besó como si me conociera de siempre, no paraba de mirarme, cosa que me turbó un instante, sentí mis mejillas ardiendo y de pronto escuché que me decía: te amo. Sentí el zarpazo del significado de esas palabras latiendo en mi pecho. De pronto empezó a llover, salimos corriendo hasta el apartamento, allí nos esperaba Karin, que era la cuidadora y Kat, nuestra compañera. Eric nunca me hablaba cuando ellas estaban allí, pero cuando nos quedábamos solos me amaba como nadie lo había hecho nunca. Nunca imaginé que en un lugar como aquel se pudiera sentir algo parecido a eso que llaman felicidad. Fin. Virginia Fernández. |
No pasó en sueños.
El muchacho se había dado un buen golpe en la cabeza. Casi mortal. Lo olvidó todo. Olvidó el golpe, el lugar donde estaba, hasta quien era. ¿Qué somos?, me preguntaba yo al mirarle; memoria acumulada, nada más, nunca lo olvides. Pero ví que me miraba y quería decirme algo. No basta con quererlo. No lo intentes. No basta con intentarlo. No así, sin instrumentos ni herramientas. No puedes. Se lo llevaron, tranquilamente en la ambulancia. Acostadito, mirando al cielo primero y luego al techo de la furgoneta. Me pregunto qué se puede pensar en esas condiciones. ¿Adónde va nuestra mente? Si la mente no piensa, ¿lo sabe? Sólo lo puedo comparar a nuestro estado natural del sueño, cuando piensa nuestra mente que lo que piensa es verdad y existente. Nunca me he pellizcado en sueños, nunca he dudado que lo que veía y pensaba era real. Nunca me he dado el gustazo de decir “ esto es un sueño, y puedo hacer lo que quiera, puedo flotar, volar, cambiar a los personajes, la interacción entre ellos, el lugar o el tiempo” en que, teóricamente, ocurre cuando dormimos. Quizá por eso pienso que un cerebro roto, aunque roto, sigue pensante, descodificando la vida que le entra por algún lado, sin preguntarse qué hay fuera. Sin saber, triste de él, que está solo, aislado, limitado en su realidad y que todo lo pensante no es más que el análisis de lo ya absorbido, antes del accidente. En ningún momento pensará en pellizcos, en cielos de hojalata, y por lo que sé, en accidentes. Parece ser que olvidamos esas cosas, que no recordamos normalmente el suceso acaecido, lo último que vimos, o lo que absorbimos en el último instante antes de un golpe fuerte. En algunos casos, el paciente despierta, y sigue el cerebro soñando. Ese es el peor de los casos, creo. Sigue uno sin pensar en pellizcarse y que la vida es sueño; a su alrededor las sombras de la realidad, como en una pesadilla, hacen su danza de cariño, con voces de ultratumba, intentando con palabras dulces que el herido vuelva, que despierte, que se pellizque y deje de soñar definitivamente. Ahora, que el muchacho sueña que está despierto sueño que esto no ha ocurrido. No me hago a la idea de que todo lo vivido está borrado de su memoria; mi amistad, tantas veces demostrada, sus frases, su forma de ser, sus pecados y sus perfecciones, todo borrado, nada de eso ha existido, excepto en mi memoria. Quisiera hoy pues, ahora que estoy despierto, no dudar de que lo estoy, que no estoy tumbado en una camilla, que no estoy pensando que estoy escribiendo este texto. Me gustaría pellizcarme, por si acaso, no vaya a ser que fuera yo el que voló por los aires, aterrizando sobre un dulce sueño, donde tengo todo el tiempo del mundo para imaginar que escribo de nuevo. Fin. Por cortesía de : Gideon Richardson. |
martes, enero 17, 2006
Ikeray cuando se hace mayor.
La señora se fue a sus aposentos, los demás miraban ensimismados a la gramola, pensando cómo demonios cabía una orquesta entera de músicos, o mejor dicho lo pensé yo porque todos bailaban y reían sin hacer demasiado caso a la gramola como me dijeron que se llamaba, a veces pensaba que yo ya no estaba en el mundo como decía mi abuelo cuando se ponía a mirar con sus ojos grises, que era los que usaba cuando no entendía lo que pasaba a su alrededor. En fin que así me sentía yo, como en un lugar que no estaba hecho para mí. Y me preguntaba donde estaría Luz, la buscaba entre las caras de aquéllos bailarines risueños, a ella también le gustaba bailar mucho, pero lo que más le gustaba era pasear cogida de mi brazo y susurrarme: ¿Me quieres? ¿Para siempre? ¿Tú y yo? y hasta que no contestaba lo que ella quería oír no paraba de repetírmelo, esto era: que sí, que para siempre y que ella y yo hasta el final, luego me decía ¿soy pesada? Yo sonreía. Al final fue ella quien me dejó solo, se fue de mi vida una tarde de enero igual que vino pero sin avisar, y no entendiendo que eso no lo podía hacer porque me rompería el corazón como lo hizo, claro, la muerte nunca avisa. Entonces me pongo a hablar con un chico muy simpático que se sienta a mi lado, me dice que la señora de la casa es su madre, yo empiezo a contarle cosas que veo con mis ojos normales, no con los grises como los de mi abuelo, contarle por ejemplo que a mí me gusta mucho dibujar y pintar y que mi primer cuadro se lo pinté a Luz, que ya no pinto tanto porque no veo muy bien. Él me sonríe, me dice que se llama Ikeray, qué casualidad como yo, que está enamorado, me señala a una chica pelirroja muy simpática que veo bailando y que me dice adiós con la mano. Le digo que es muy guapa. Él sonríe de nuevo. De repente, siento otra vez mis ojos grises, le digo al chico que me perdone, que me siento como mareado, que no se dónde estoy, no se muy bien qué hago yo en esta fiesta y me dice sonriendo: - Pero abuelo si es tu cumpleaños, hoy cumples 99 años, ¿no te acuerdas? Fin. Virginia Fernández. |
La gramola.
La señora se fue a sus aposentos; los demás miraban ensimismados a la gramola, preguntándose cómo demonios cabía ahí dentro una orquesta entera de músicos, pues nunca el sonido había sido aire solamente, sino parte de un espectáculo, la mitad de una actuación, que ahora intentaban comprender sin los músicos.
La señora, siempre divertida, se fue con la idea de que el mundo tardaba algo en comprender las cosas de la modernidad, y que con la observación casi siempre acababa por entender. Paco, El Alto, siempre observador de las cosas que no tenían que ver con los campos casi llegó a la conclusión exacta que la aguja leía un mensaje escrito, pero claro, el aparato al no tener una boca flexible y una lengua y mucho menos orejas acabó cansado y algo confuso. Otra cosa, dijo, que no tiene ni pies ni cabeza y sin embargo es fantástica.
Juana, La Peleona, no se inmutó. Como era bruja ya había pasado por la experiencia de escuchar cosas sin que nadie hablara. En sus ritos de montaña, bajo la luna llena, había hablado con los espíritus en repetidas ocasiones, y nunca había hecho falta una caja de madera con una especie de trompeta al final.
Antoñico, El Pelao, se había ido inmediatamente a un rincón, temeroso de no ver quien a él se dirigía. Sin embargo, la música, que era clásica, de un tal Ludwin, se le apareció más tranquila de lo esperado, y tales notas, algo complicadas en un principio, le calmaron. Le hicieron pensar en el campo, en los bancales y la transformación de estos durante las distintas estaciones. Quiso decirlo, pero mientras Paco, El Alto, se rascaba la cabeza, se dio cuenta que le faltaba vocabulario para expresar tales ideas.
María, La del Cerro, en cambio, parecía ser la persona más tranquila del momento. Había pensando inmediatamente en Luis, su prometido, y en las fiestas del Palacete, donde los ricos bailaban hasta el amanecer sin músicos, cosa que hasta el momento no había comprendido.
Cuando el disco acabó su girar sonoro reinó un silencio total. Los unos y otros se miraron entre si. ¿Se había roto el artilugio? Miraron consternados hacia la puerta de los aposentos de la señora, pero respiraron tranquilos, pues se escuchaba una especie de música, que no supieron identificar muy bien, sólo la voz de la señora, certificando que había otro aparato y que funcionaba bien. Aunque la señora sonaba algo cansada y dolorida, quizá a punto también de que se le acabara el misterioso disco. A todo esto, Paco, El de los Algarrobos, sabía mucho de gramolas, pues había ido a la ciudad y no estaba en la habitación con ellos.
Fin.
Por cortesía de : Gideon Richardson.
jueves, enero 05, 2006
Cuento de amor.
Todavía recuerdo cuándo nos casamos, teníamos diecisiete años, íbamos en vaqueros y lo hicimos, en secreto, sin que nadie se enterara, todavía guardo el sabor de tus besos, esto nadie lo sabe, porque nadie lo entendería.
Mi hija me vio llorar ayer y no supe explicarle. Todavía no se por qué vuelvo una y otra vez. Todos los años siento lo mismo, vuelvo a revivir momentos antiguos que nadie va a hacer regresar. Compré la casa de tus abuelos. Un día haciendo limpieza me encontré con unas cartas viejas, me gustaría que estuvieras aquí para contártelo, resulta que tu abuelo Juan estuvo enamorado de mi abuela Lola toda la vida, son cartas que tu bisabuela escondía y Juan descubriría muchos años después en un atillo, ahora entiendo por qué tenía siempre tan mal humor, por qué a mi abuela le brillaban los ojos cada vez que veía a Juan, se le encendían las mejillas, yo me reía y me decía:
-Niña algún día entenderás lo difícil que es la vida.
En fin, una vez más me encuentro aquí con mis recuerdos, una vez más vuelvo a echarte de menos, una vez más vuelvo a sentir el zarpazo que da la muerte.
Fin.
Virginia Fernández.
Cuento de fresa.
Los polos se descongelan mientras nieva en el mundo y aquí hace sol, siempre sol, menos por las tardes, que ahí sí se parece un poco a cualquier otro sitio. Puedes culparme, quizá, ya que en parte es culpa mía, no te lo niego, al fin y al cabo soy el que ha comprado los polos, sin avisarte, y te me has ido no sé adonde, en mitad de la feria, y como un tonto, yo aquí, sujetando dos palitos con agua congelada de sabores. Las cosas hay que avisarlas, como tú debiste avisarme de tu locura por los coches que choque, a los cuales te has ido, monedas en mano, para montarte y dejarme aquí, no paro de decirlo, con dos polos en la mano que se me derriten sobre el guante. En serio, si viviéramos ahí donde la nieve es cosa de todos los días no habría problema; entonces te podrías haber ido sin que tuviera otro efecto que la alegría de buscarte entre la gente, pero aquí, que aunque con un poco de frío siempre hace sol la cosa cambia. Y eso que ahora nieva en todo el mundo, que es lo raro. Aquí no, sabes que aquí nunca nieva y solo por eso tendré que comerme yo los dos polos y luego buscarte, con una sonrisa de fresa, para decirte cuánto me importas, a la vez que me suba a un coche de choque, un choque de coche, como digo yo, e ir a por ti, que siempre es un placer, como la fresa. Fin. Por cortesía de : Gideon Richardson. |
miércoles, enero 04, 2006
martes, enero 03, 2006
"Cualquier tiempo pasado fue mejor..."
Por cortesía de: Sereno.