domingo, abril 22, 2007

Luz y letras

Las letras necesitan de mucho espacio para intentar llenar luz. Las letras corren al viento, luchan. Es tan difícil llenar luz con letras, sobretodo cuando éstas son letras tristes. Las letras reivindican siempre algo, y ese algo intenta parecerse siempre a lo que está mal, o simplemente cuentan historias. Otras veces sin embargo es tan fácil llenar luz con letras, que escribo despacio para no agobiar al papel con mis letras que llegan y llenan espacios de luz. Las letras a veces odian, otras aman, otras se convierten en nada, entonces son blancas como el papel, pero siempre son letras. Me pregunto por qué son diferentes entonces. En mi llegada las letras aplauden y se dispersan, corren. A veces las letras son tímidas y otras alegres, a veces me buscan, otras se esconden, otras soy yo la que intento hallarlas, pero siempre el resultado es el mismo, es un resultado infinito a ti, de ida y vuelta, y vuelta a empezar. Es un resultado absoluto, e incluso diría que perplejo. Letras al fin y al cabo, letras de vos, letras, letras sin sentido, letras que manchan, letras que buscan lienzos blancos donde descansar, o posar para algún artista tímido que quiera pintarlas con el color del recuerdo. Pero el recuerdo no tiene color, por eso aunque posen para el artista, él es incapaz de pintarlas aunque tenga mil musas en su interior, aunque todas se parezcan a una misma. El artista intenta mezclarlas con colores, mezcla recuerdos, mezcla pinceles, pero no hay manera de pintar a las letras. A veces las letras se vuelven coquetas por el azar de la vida y se plantan ellas solas en el papel, es ahí cuando se desvían en todas las curvas que giran a ti. Se necesita mucho espacio para llenar luz, y éstas son las únicas que llenan.

Texto: Virginia Fernández “Luz y letras”
Foto: Manuel Gallardo “Por las calles de Granada”

jueves, abril 12, 2007

De camino a algún sitio


Las niñas en Bogotá juegan a la comba en barrios que están en el sur de la ciudad, justo donde el sur es más sur, y más pobre que el resto. Juegan en la calle, sus madres van a trabajar. Se levantan a las cuatro de la mañana mientras la gran ciudad aún duerme despacio su noche, viajan en tren. Luego subirán a autobús. El autobús las llevará al centro norte de la ciudad, donde les espera un duro día de trabajo. Vuelven a las cuatro de la tarde para irse de nuevo a otro trabajo que empieza a las seis, del que terminarán a las nueve, llegarán a casa finalmente a la media noche, justo a la hora de dormir. Al día siguiente volverán a empezar la tarea que llaman vivir, cuando en realidad se debería llamar de algún otro modo.
En ese barrio hay niños que llevan pantalón sucio, calcetines, pelo corto y sandalias. Se sientan en el suelo que tiene barro, y juegan a canicas, creen que son delanteros de algún equipo que subió a primera alguna vez. Sus hermanas los miran y mueven la cabeza de un lado a otro, sonríen y siguen jugando a la comba.
En el norte de Bogotá hay casas en las que solamente la puerta principal vale lo que una casa en el sur. Los hombres que viven allí salen a la calle siempre acompañados por otros hombres que trabajan para que nada les ocurra, nunca salen solos. A veces prefieren quedarse en casa a salir a la calle, algo que nunca entenderán los niños del sur que juegan todo el día en las calles del barrio más pobre de la ciudad.
Esto me lo contó un amigo en un viaje de tren a las cuatro de la mañana camino de algún barrio rico de Bogotá.

Texto: “De camino a algún sitio”. Virginia Fernández
Graffiti del niño de las pinturas