viernes, febrero 17, 2006

Nunca había estado aquí.

El reloj marcaba las diez y media, el teléfono sonó a las once. A las doce estábamos en la carretera. Llegamos por la tarde, cuando el sol jugueteaba aún en el horizonte, con las nubes vagas y anaranjadas del norte. Nunca había estado aquí, es cierto. Lo había visto en algunas postales, en algunos programas de la tele, pero nunca había estado aquí. Quizá por eso vine sin dudarlo. Al fin y al cabo solo son unas horas. Cinco, para ser exactos. Lo justo.

Dejamos las maletas en el apartamento. Subimos al pueblo. Cenamos en un restaurante. Bebimos en un bar. O quizá fueron varios. Si, seguramente fueron varios, pues tengo el recuerdo de entrar por una puerta y luego salir por otra, o sea que fueron varios, o fue uno, con dos puertas. No lo sé. ¿Eso importa?

Cuando volvimos al apartamento lo primero que pensé fue en mis camisas. Tenía que sacarlas de la maleta y colgarlas dentro del armario, pero recuerdo que pensé que eso era muy complicado. Tiré la maleta dentro del armario, y mi cuerpo cayó sobre la cama.

Al despertar sentí un hambre tremenda. Pensé que no sabía donde estaba. Pensé en otro lugar, en otro momento, pero el sonido de las olas del mar me devolvió sano y salvo a la orilla de mi cama. Mi mar de dudas se disipó al levantarme e ir hacia el salón. Sobre la mesa un móvil. En la pared un reloj que marcaba las diez y media. El teléfono sonó a las once y a las doce estábamos en la carretera.

Por cortesía de: Gideon Richardson.

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